Ya está disponible el nuevo número de la prestigiosa revista cinematográfica bimensual Cineuá que en esta entrega correspondiente a los meses de Septiembre / Octubre, dedicaba su contenido a las Ciudades de Cine.
Viene plagada de interesantes artículos de entre los que me gustaría destacar, por su excelencia, el firmado por el Señor Ortiz.
Les dejo con el artículo titulado Un tercer hombre y una mujer; Viena.
La historia de El Tercer Hombre es una historia de amor entre una película y una ciudad: Viena.
I never knew the old Vienna before the war, with its Strauss music, its glamour and easy charm . I really got to know it in the classic period of the Black Market…
La búsqueda del misterioso tercer hombre que ayudó a recoger el cuerpo del moribundo Harry Lime frente a la puerta de su apartamento del Palacio Pallavicini (Josephplatz n. 5, junto al Museo Lippanser), es la búsqueda de una ciudad inmortal: Viena, la capital imperial que resistió el envite de la Segunda Guerra Mundial y que engullía y escupía periódicamente de sus entrañas el cuerpo de Orson Welles, transformándolo en un fantasmagórico ente de expresionistas paseos nocturnos por calles semidesiertas. Las calles de una ciudad que limitaba al norte con el cielo de la Noria Gigante del Prater y al Sur con las alcantarillas más limpias del mundo; las del canal de las aguas del río Danubio.
El productor Alexander Korda soñó con Viena, como soñamos todos. Soñó con la ciudad de Mozart, Haydn, Schubert, Beethoven, Strauss, Freud, Mahler, Zweig, Klimt, Wittgenstein, Schoenberg y Sissi. Quería sentarse en el restaurante del Hotel Sacher para degustar una tarta de chocolate de un cocinero judío y hablar con todos ellos de las viejas glorias del Imperio del que habían formado parte.
Korda envió a un escritor católico inglés con el fin de estudiar el potencial que la ciudad de Viena ofrecía para ser el escenario en el que ambientar una película. El escritor se llamaba Graham Greene. Le dijo a Korda: “Había dado mi último adiós a Harry hacía una semana cuando depositaron su ataúd en la helada tierra de febrero, de manera que no me lo creí cuando le vi pasar por The Srand, sin un gesto de reconocimiento, entre una multitud de desconocidos“. Y se fue a conocer Viena.
Pero cuando Greene llegó a Viena encontró la Catedral de San Esteban en ruinas y la ciudad del Danubio plagada de multitud de cicatrices, de entre las que sobresalía una muy grande en forma de cruz, que la dividía en cuatro zonas con cuatro lenguas y cuatro uniformes. Viena parecía una torre de Babel que, en lugar de alzarse hacia el Cielo, se conformaba con emerger a la superficie y luchaba por salir de los refugios antiaéreos de las alcantarillas.
Greene quedó impresionado por el panorama que la ahora semiderruida Viena le mostraba. Fascinado, pasó muchos días conociendo la ciudad y tuvo una idea genial para su guión: enviaría a un americano, un escritor de novelas baratas, a descubrir la Viena de posguerra. No podía ser de otra manera. Su personaje, Holly Martins, es Un Yanki en la Corte de la Emperatriz Sissi. Un Amigo Americano que llegó alto, rubio y bien alimentado a pasearse por las ruinas de la hambrienta y harapienta vieja Europa. Sus compatriotas habían muerto en aquel vetusto, lejano y otrora altivo continente, y habían destruido aquella hermosa ciudad transformado la capital del Imperio Austrohúngaro en una moderna acrópolis ateniense llena de piedras y escombros.
El director Carol Reed leyó el guión de Greene y puso a Harry Lime a correr en busca de un fantasma, en busca de un pasado, por las calles de un escenario maravilloso y trágico al mismo tiempo. Por el Neuer Markt, por la Am Hof platz, por la St. Ulrichplatz, por las Iglesias de St. Ruprecht y Maria am Gestade, por el puente Reichsbrücke, por la Morzinplatz…, para finalmente encontrar un fugaz rostro manierista en un claroscuro del número 8 de la Schreyvogelgasse, justo al lado del Mölkerbastei, donde Beethoven compuso su Fidelio. Era esta una de esas calles maltratadas por las bombas que convertían la ciudad de Viena en una triste metáfora de la Caída del Imperio Europeo, que sucedió a la destrucción de los fascismos de nuestro continente.
Entre el look expresionista escogido para el mercado negro y el mundo del hampa («En momentos de apuro económico he vendido sacarina en el mercado negro. No quiero pensar lo que mi padre hubiera dicho») y el estilo documental de los sufrimientos de la población civil de la posguerra («Antes los niños subían a esto. Ahora no tienen dinero, pobrecitos»), caminó, desconcertado, el escritor de novelas pulp Holly Martins, intentando averiguar la verdad sobre la muerte de su amigo de la infancia: Harry Lime.
Todo la película fue una declaración de amor a Viena, un homenaje a una ciudad, a una de las más hermosas ciudades del mundo, que solamente podía tener por banda sonora las notas de una cítara de 24 cuerdas tañidas por un músico callejero.
Por eso, todavía hoy, 60 años después, el Cine Burg de Viena sigue proyectando El Tercer Hombre tres días a la semana.
Felizmente, es un amor correspondido. Un amor inmortal.
2 comentarios:
enhorabuena por tu artículo
Cuando estuve en Viena lo primero que hice fue subirme a la noria que sale en la película. Muy emocionante éso de sentirse como Orson Welles, mirando las hormiguitas ahí abajo...
Publicar un comentario